4/6/10

Los ecos del silencio

Un soplo de aire fresco lo despertó súbitamente, devolviéndole la conciencia.

Durante breves instantes creyó despertar entre mullidos almohadones de plumas y delicadas sábanas bordadas que envolvían por completo su cuerpo. El olor a pan recién hecho se colaba por la ventana mientras los primeros rayos de sol dibujaban formas caprichosas en la pequeña habitación.

Alargó la mano en un vano intento por alcanzar la jarra de agua fresca que descansaba junto a la cama, pero entre sus dedos sólo se escurrió arena.

La guerra estalló de improviso, atrapándolo entre sus crueles garras como a uno de tantos otros. Era un chico despierto, de mirada curiosa y siempre alegre cuando el mundo que le rodeaba se derrumbó como un castillo de naipes, mostrándole una realidad del ser humano y de la propia vida que jamás hubiera podido imaginar. Apenas habían transcurrido unas semanas desde el comienzo de los combates y el brillo de sus ojos se había apagado por completo. Toda la bondad y la alegría que formaban parte de él hasta hace poco dieron paso a resentimiento, intenso odio y profunda tristeza.

Todo comenzó una tranquila mañana de septiembre. El chico jugaba con su perro junto al viejo palmeral que descansaba en la carretera a escasos kilómetros del pueblo. Era un muchacho bastante alto para su edad, de intensos ojos marrones y complexión fuerte. Todavía era joven, pero se adivinaban en él atractivos rasgos que ya lo hacían un apuesto pretendiente para muchas mujeres. Los mechones le caían sobre la frente formando rizos caprichosos, y su perfecta dentadura lo hacía más propio de un anuncio que de un pequeño pueblo perdido en un oasis.

Con frecuencia, le decían que había heredado lo mejor de cada miembro de la familia. El físico de su padre, la inteligencia de su abuelo materno, la habilidad con las manos de su abuela paterna y la dulzura de su madre. Había completado sus estudios elementales con excelentes calificaciones, y ahora anhelaba ir a la universidad de la gran ciudad a estudiar ciencias, para entender los fenómenos del mundo y del universo. Por fin se haría realidad su sueño y el de su padre, que después de toda una vida trabajando como alfarero estaba convencido que el futuro de la familia dependía del camino que siguiera su prometedor primerizo.

Su hermana admiraba profundamente a su hermano mayor, y lo quería con locura. Era una chica risueña, un año menor que él y de rasgos muy bellos. Un espíritu libre que, desde bien pequeña, se negó a someterse a tradiciones que consideraba degradantes. Sus ojos increíblemente negros y profundos como la noche eran la perdición de los hombres que se atrevían a navegar en ellos. Su largo cabello, combinado con sus delicados brazos y sus vigorosas curvas la transformaban pese a su edad, en toda una mujer; sueño de muchos, fantasía de unos pocos, propiedad de ninguno. Algunos la llamaban zulaikhah, que significa "mujer tan linda que maravilla a todos" en árabe, aunque su verdadero nombre era Khadiha, en honor a la primera esposa del Profeta Maomé.

El calor había otorgado una aparente tregua a los habitantes del pueblo en forma de unas pocas nubes distribuidas al azar bajo el sol abrasador; no obstante, proporcionaban una sombra que no merecía ser despreciada. Fue la excusa perfecta para escapar de las obligaciones cotidianas y dar un paseo con su perro; con algo de suerte, podría cazar algo en el palmeral que se escondía entre las inertes paredes del desierto.

Se dirigió con paso firme hasta el final de la plaza que constituía la entrada del pueblo. Escondido en un pequeño valle, conformaba un diminuto paraíso en aquella inhóspita tierra desde tiempos inmemoriales, cuando las caravanas que cruzaban el desierto paraban en el oasis para resguardarse y conseguir el bien más preciado: agua. Se encaramó sobre una de las paredes y contempló la extraña combinación de colores que se extendía ante su mirada; el azul intenso del cielo contrastaba con el dorado de las dunas y el color rojizo de las islas de piedra en el inmenso mar de arena. En medio del infinito se alzaba una gota pintada de verde y azul profundo como por arte de magia, consecuencia del deseo concedido por algún genio hace ya mucho tiempo.

Se encontraba sumido en sus pensamientos mientras jugaba con el perro, tirándole un pedazo de palmera que el animal iba raudo a buscar para luego devolvérselo a su dueño. De repente, un ruido ensordecedor creció en el horizonte. En pocos minutos, una especie de silbidos recorrieron el cielo seguidos de una serie de intensas explosiones que lo empujaron como una hoja de papel contra el suelo, dejándolo inconsciente.

Cuando despertó, apenas pudo incorporarse para contemplar el nefasto espectáculo en el que se había convertido el otrora incomparable oasis. El cielo, ennegrecido por el humo, era un espectador impasible de la horrible imagen que se dibujaba ante él: el pueblo (o más bien lo que quedaba de él), estaba envuelto en inmensas llamas que consumían lo poco que quedaba en pie. Con lágrimas en sus ojos pero sin fuerzas, el muchacho perdió el conocimiento otra vez.

En lo que pareció una eternidad, recobró la conciencia nuevamente. Asustado, dirigió sus pasos hacia su casa con la esperanza de encontrar a sus padres o su hermana. El espectáculo era dantesco, y a medida que avanzaba tuvo que detenerse en varias ocasiones para vomitar debido al olor nauseabundo y a los fragmentos de cuerpos que encontró en el camino. Sentía un pánico terrible que le empujaba a huir de allí para esconderse en cualquier lugar recóndito, pero la necesidad de encontrar a su familia era más fuerte.

Cuando llegó a los restos de su casa, descubrió que había desaparecido por completo. Toda su familia, su vida, se había esfumado en cuestión de minutos, y ahora se sentía un naufrago en medio del desierto sin saber qué hacer ni donde ir. La desesperación se apoderó de él, cayó al suelo y lloró amargamente durante largo rato.

Tiempo después, se apoyó sobre el tronco de lo que había sido una frondosa palmera. Transcurrió mucho tiempo así, en silencio, contemplando lo que hasta unas horas antes había sido su casa. Deseaba con todas sus fuerzas que sus padres hubieran ido de compras al gran mercado de la ciudad, o que decidieran visitar a los exóticos comerciantes que acampaban a escasos kilómetros de la costa, pero apenas albergaba esperanza alguna. Desde que volvió al pueblo no encontró a nadie con vida, y su único compañero había sido un macabro e inquietante silencio.

Entonces pudo verla bajo los fragmentos de una pared. Vio el grácil brazo de su hermana asomar bajo los escombros, adornado aún por el precioso brazalete dorado que un día perteneció a su abuela. Corrió hasta ella, y con todas sus fuerzas apartó todo lo que aprisionaba su frágil cuerpo mientras gritaba su nombre, intentando traerla de vuelta a cualquier precio. Tenía la piel desgarrada y sangraba abundantemente. Sus piernas estaban atrapadas bajo un gran bloque de piedra, y su hasta hace pocas horas bello rostro estaba ahora deformado por golpes y fracturas.

La abrazó con todas sus fuerzas y lloró desconsoladamente. Estaba tan desesperado que no advirtió que el cuerpo que sostenía en brazos aún albergaba algo de vida en su interior. Cuando ella, susurró dulcemente su nombre en voz baja el corazón le dio un vuelco. Pudo contemplar los ojos de su querida hermana abiertos, negros, profundos… Extendió su delicado brazo y acarició el rostro de su hermano mientras una sonrisa envolvía su golpeado rostro como una cálida manta.

- Te quiero…

Su último aliento abandonó el cuerpo en aquel momento, y el brazo cayó inerte al suelo. Las lágrimas volvieron a poblar sus ojos mientras sostenía el cuerpo de su hermana muerta en sus brazos, y un grito proveniente de lo más profundo de su alma ahogó su garganta.

Durante días vagó como un espectro por el desolado poblado. Apenas podía conciliar el sueño, y la escasez de agua y comida comenzaron a trastornarlo poco a poco. Pasó horas en silencio ante la pobre tumba que construyó con sus manos para su hermana, hasta que un día aparecieron unos extraños vehículos con personajes que parecían salidos de alguna leyenda de los habitantes del desierto. No supo que no eran otras de las muchas alucinaciones que jugaban con su mente hasta que uno que hablaba su idioma se acercó a él al percatarse que el chico estaba aún con vida.

Entre varios, le dieron comida y agua, y poco a poco fue restableciéndose lo suficiente para pedirle que les acompañara. Aunque él se negaba a abandonar su pueblo y los cuerpos de sus padres y su
hermana, le hicieron entender que si no aceptaba ir con ellos de buen grado les acompañaría por la fuerza. Antes de verse obligado a abandonar para siempre su casa, se acercó por última vez a la sepultura de su hermana y depositó entre lágrimas una flor del desierto que ella le había regalado por su cumpleaños.

No fue hasta tiempo después, en un hospital de la ciudad, donde le explicaron que los mismos que lo habían "rescatado" eran los mismos que habían matado a su familia y transformado su pueblo en ruinas. La mayoría de medios de comunicación occidentales apenas se hicieron eco del suceso, y sólo unos pocos rezaban en sus titulares el "lamentable error" de las fotografías aéreas y los datos de los servicios de información, que les hicieron creer que los graneros del pueblo se trataban en realidad de laboratorios clandestinos de armamento. Nuevas e inocentes víctimas que se añadían a la interminable lista de daños colaterales de una guerra que se jactaba de ser una de las menos sangrientas de la historia. Con suerte, quizá al finalizar el conflicto algún monumento se levantaría como un testigo mudo de aquellas personas, ecos del silencio de una guerra que nunca tiene vencedores, sólo vencidos.

Y así fue como aquel chico humilde, inteligente, de mirada triste y corazón roto en mil pedazos comenzó a despreciar la vida humana. Sus días antaño azules y vivos se tornaron grises y apagados, en un latir que poco a poco se desvanecía con el transcurrir de los días. Perdió toda esperanza en sí mismo, y se refugió al amparo de otros que rápidamente supieron manipularlo y aprovecharse de su terrible sufrimiento.

Transformaron su tristeza en ira, su dolor en fe inquebrantable e incrementaron su desprecio contra los asesinos de su familia. Le enseñaron que su deber era luchar, y su destino la venganza para alcanzar la gloria. Se volvió huraño, intolerante y agresivo. Enfocó toda su habilidad e inteligencia en la organización y preparación de próximos atentados, pero por las noches dormía atormentado por los ojos de su hermana, que una y otra vez lo miraban intentando decirle algo…

Tras semanas de adiestramiento, terminó envuelto de explosivos y abandonado en un centro comercial, convencido que ésa era la única manera de vengar la muerte de su familia y ser digno a ojos de Dios convirtiéndose en un mártir. Los últimos segundos transcurrieron muy lentamente, y el tiempo pareció detenerse por completo. Examinó los ojos de las personas que paseaban a su alrededor ajenas al fatídico momento buscando cualquier excusa que justificara aquella matanza…
pero no encontró nada. Los niños gritaban y corrían de aquí para allá, las parejas se besaban y se dedicaban románticas miradas, y las familias paseaban por el centro comercial disfrutando de aquel
precioso domingo.

Fue como despertar de un sueño, pero ya era demasiado tarde… Sólo tuvo tiempo de cerrar los ojos y suplicarle perdón a Dios antes de que la bomba detonase. Una última lágrima resbaló por su mejilla mientras volvía a ver los profundos ojos de su hermana observándole con tristeza. Los explosivos rasgaron de forma violenta las vidas de todos aquellos inocentes que paseaban por el centro comercial ése día.

Los ladridos de Toby lo despertaron de repente… Por un momento se sintió desconcertado, pero cuando contempló a través de la ventana de su despacho al chico despierto y de mirada curiosa jugando alegremente con el perro experimentó un gran alivio. Advirtió que todavía sostenía el periódico en la mano izquierda, y no pudo evitar fijar su atención en una de tantas historias anónimas que pasan normalmente desapercibida.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo al contemplar la foto que enmarcaba aquel artículo; los ojos del chico desconocido que protagonizaba la imagen relataban una historia que bien podía ser muy similar a la que él apenas hacía unos minutos acababa de vivir en su agitado sueño.

En ese momento fue más consciente si cabe de cuanto le rodeaba; el viento que jugaba perezoso con las ramas de los árboles, las risas del personal de servicio que conversaban de forma distendida, el suave aroma del jazmín en la escalinata del patio sur y la cálida temperatura que acompañaba aquellos últimos días de primavera, previos a la entrada del verano.

Conmocionado aún por el reciente sueño, no pudo reprimir las lágrimas que comenzaron a resbalar poco a poco por sus mejillas. Las imágenes, todavía recientes, se le agolpaban en la mente mientras podía sentir la arena caliente escurriéndose entre sus dedos.

Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando una voz lo trajo de vuelta a la realidad.

- Señor Presidente, todo está listo para la reunión del Consejo de Seguridad Nacional. El Vicepresidente, el Secretario de Estado así como los generales de los diferentes cuerpos de seguridad de la nación han llegado con sus respectivos equipos.

Joseph, su asesor y hombre de confianza parecía agitado. Vestido con un impecable traje azul oscuro, aspiró profundamente un cigarrillo medio apagado mientras sostenía una serie de carpetas con documentación clasificada.

- Estupendo Joseph. Dame un minuto para que ordene mis pensamientos y vamos para allá.

- ¿Thomas, te encuentras bien? Te noto un poco extraño.

- Sí, por supuesto. No te preocupes. Necesito sólo un momento.

Cuando Joseph cerró la puerta, contempló unos instantes los papeles que tenía desordenados sobre el escritorio. De él dependía la difícil decisión de iniciar la guerra con un país hostil que había renunciado a detener y a someter a inspección internacional su programa de investigación nuclear.

No era una decisión fácil, y lo sabía. Era inevitable que miles de personas fallecieran directa e indirectamente a consecuencia del conflicto. Algunas tenían responsabilidades directas sobre las decisiones que habían empujado a tomar este camino, la mayoría eran inocentes de todo lo anterior, pero ninguna merecía la muerte; ¿quién era él para decidir sobre la vida o la muerte de la gente?

No tenía elección. Era únicamente la cara pública de una maquinaria económica invisible al resto del mundo, que se nutría de los conflictos armados para generar inmensas cantidades de dinero. Esta maquinaria había financiado sus campañas y lo había empujado hasta la presidencia del país. Gracias a ellos había alcanzado la cúspide de su carrera, y estaba obligado a seguir las "recomendaciones" que le hacían llegar a través de alguno de sus discretos canales de comunicación.

Ellos eran sus verdaderos jefes, y no los millones de electores que lo habían elegido en las urnas democráticamente.

Exhaló lentamente, deseando encontrarse en cualquier otro lugar del mundo mientras secaba con su pañuelo una lágrima que había quedado rezagada. La suerte estaba echada, y él siempre apostaba al caballo ganador. No dejaría que un estúpido sueño lo alejara de una carrera forjada durante toda una vida.

Abandonó el despacho presidencial junto a Joseph, un día más, rumbo a una reunión más.

El despacho quedó vacío, ajeno a las pisadas que se alejaban por el pasillo y al estrés cotidiano que envolvía la vida en la sede presidencial. Ahora sólo lo habitaban los ecos del silencio que cada día le recordarían las vidas que él enmudeció con sus decisiones...