16/5/08

As de diamantes

Llueve. El cielo está cubierto por un denso e impenetrable manto de nubes, creando una atmósfera más propia de una película de terror que de una mañana de primavera.

La lluvia desdibuja por completo el paisaje cotidiano de la ciudad, creando caprichosos espejos sobre el anodino asfalto y aliviando a la escasa naturaleza presente en la ciudad del humo y la contaminación durante unos breves minutos. La gente huye en busca de un lugar donde cobijarse, dejando la inmensa avenida sumida en una aparente calma, a la espera de que el tiempo otorgue una tregua. Sólo una persona parece ajena al estrés provocado por las gotas de agua golpeando contra el suelo.

Con un cigarrillo medio apagado aún en los labios, esboza una disimulada sonrisa cuando contempla a los esclavos del tiempo en su lucha diaria contra el reloj; por suerte él ya no forma parte de ése selecto club…

A sus sesenta años ha visto nacer y morir muchas estaciones. Su antaño tez blanca se ha transformado en una alfombra tostada por el sol; las inclemencias de la vida en la calle han acentuado sus arrugas, que ahora son mucho más numerosas de lo que se podría esperar a su edad, dándole un aspecto más viejo y cansado. Sus manos se asemejan a mapas medievales, marcados por multitud de cicatrices e historias, pero que aún mantienen la agilidad y el vigor de un mago. Los diminutos pero profundos ojos azules, inquietos, fríos como témpanos de hielo atraen la atención de todo paseante que se tropieza con ellos.

Años atrás, era un joven apuesto y adinerado cuyo único afán era acumular la mayor fortuna, conquistar las mujeres más exuberantes y pagar los caprichos más selectos. Era, como casi todos los rostros que observaba cada día en la calle, una persona obsesionada por el tiempo y por el dinero, que pensaba que la felicidad sólo se encontraba asociada a los bienes materiales.

Lo apodaron el “As de Diamantes”, debido a que sus inversiones siempre reportaban enormes beneficios y a su gran afición al póquer. Apostó, ganó y perdió fortunas que asustarían a la mayoría, pero él no le temía a nada. Su arrogancia llegó a tal punto hizo forjar una delicada lámina de plata con un as de diamantes, que se convirtió en su amuleto y símbolo de prestigio.

Pero un día, la suerte se volvió en su contra. Una arriesgada maniobra económica llevó a la quiebra a sus mayores empresas, y le obligó a vender sus lujosas propiedades para saldar deudas. Sus amigos lo abandonaron, así como las mujeres que le juraban amor eterno, quedándose completamente solo. A los pocos meses, terminó viviendo en la calle porque no le quedaba ni un centavo y no podía ni siquiera pagar el peor alojamiento de la ciudad.

Sin embargo, ahora se siente más vivo que nunca. Lo ha perdido todo, pero no le falta nada. Juega con algunos amigos al ajedrez, da de comer a los pájaros todos los días, y contempla cada mañana amanecer desde el pantalán del puerto. La gente del barrio le da comida cada día, y nunca le falta un lugar donde pasar la noche o guarecerse del tiempo. Incluso ha adoptado un perrillo abandonado que salvó de morir ahogado, el cual se ha convertido en su inseparable compañero siguiéndolo a todas partes.

Disfruta la felicidad y tranquilidad que le aportan esas pequeñas cosas, y es más consciente de todo cuanto le rodea. Así, tras sus ojos fríos como témpanos de hielo ahora hay siempre una cálida sonrisa dispuesta a regalar algún cuento a los niños que se acercan a escucharlo en la plaza.

Un día, mientras contempla el reflejo de los decadentes e iluminados edificios sobre las tranquilas aguas del puerto sus dedos acarician algo entre sus escasas pertenencias que le evoca recuerdos de una vida triste y vacía. Esboza una ligera sonrisa, inspira profundamente, cierra los ojos y tira la lámina de plata con el as de diamantes al mar; ya no le hace falta.

Es más feliz sin nada más que aire en los bolsillos.